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"Madre abogada; otra forma de ejercer". Artículo de Elena Ocejo, colegiada del ICA Oviedo

Un pequeño homenaje a todas las madres ejercientes, publicado en el blog Togadas

Coincidiendo con la celebración del Día de la Madre, la colegiada del ICA Oviedo, Ana Ocejo Álvarez, presidenta de la asociación Abogadas para la Igualdad y madre de un niño de trece años, reflexiona con lucidez y cierta dósis de ironía sobre la "relevancia procesal" que trae consigo la maternidad para las abogadas ejercientes en el artículo titulado "Madre abogada; otra forma de ejercer", publicado en el blog Togadas. Ocejo reivindica la categoría de "padre o madre ejerciente" puesto que supone otra forma de ejercer la Abogacía.

Reproducimos el artículo por cortesía de Togadas en homenaje a todas las madres, abogadas y ejercientes.

"Madre abogada; otra forma de ejercer"

Alguien ha dicho que la prole, hijas e hijos, te pone los pies en la tierra, te aferran a la vida, al menos a lo esencial, a la realidad insistente en señalarte el camino ya trazado y las escasas posibilidades de abandonarlo. Podía sospecharlo y presentirlo, pero nunca había imaginado hasta qué punto, y de qué manera, hasta que fui madre.

Añadiría yo, una tercera categoría a la hora de clasificar a letradas y letrados; así junto al clásico ejercientes y no ejercientes, colocaría: madre o padre ejerciente. Pues este matiz, no carente de trascendencia, supone un cambio sustancial en el ejercicio de la abogacía.

La primera aventura judicial de mi maternidad se produjo durante el embarazo. Un señalamiento justo al día siguiente de la amniocentesis -prueba que impone reposo de unos días, tras su práctica- me obliga a presentar un escrito solicitando la suspensión por analogía con la enfermedad de la abogada, prevista en la Ley de Enjuiciamiento Civil. Sorpresa mayúscula, cuando su señoría, deniega la suspensión argumentando que una prueba no es una enfermedad… Afortunadamente, pude contar con la complicidad de mi adversario, pero compañero, y solicitamos la suspensión de mutuo acuerdo. Años después tuve la ocasión de recordarle al juez este episodio y su sonrojo fue muy elocuente.

Aunque intuía, o más bien imaginaba lo que podía suponer disfrutar de un bebé en casa, nunca alcancé a pensar la relevancia procesal que conllevaría. Me explico: con el nacimiento de mi hijo, aprendí a no agotar plazos, a no fijar reuniones a primera hora de la mañana y a disponer siempre de un plan B. Desapareció para mí el día de gracia, nunca más volví a incluirlo en el recuento de vencimientos, recursos, plazos para contestar, etc. Comprendí que resultaba extremadamente peligroso incorporar ese día, porque ahora, al cómputo ordinario de fechas y días fijos e inalterables se sumaba en mi vida, la variable incierta e indeterminada de un bebé asolado por la angustia vital de sobrevivir, que solicitaba en todo momento la presencia de su madre. Esta nueva variable, en términos prácticos suponía que la previsión de futuro para planificar el trabajo con arreglo a unos criterios estables, había desaparecido. De pronto, una misteriosa enfermedad producida por virus desconocidos, los incipientes dientes, una repentina subida de temperatura o tres vomitonas consecutivas durante la larga noche, que nunca había imaginado tan larga… podían dar al traste con tus razonables expectativas de perfilar el escrito de calificación esa mañana de gracia. Así que fuera día de gracia. También hice mío el dicho popular, que ya había tratado de inculcarme mi madre: “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, esta costumbre, tan extendida en nuestra profesión, se hizo evidente que debía ser abandonada. Más o menos por las razones expuestas, la planificación rigurosa del día a día se hallaba seriamente amenazada, así que anticiparse, por lo que pudiera pasar, resultaba la única forma de salir airosa.

El tiempo fue avanzando, y el bebé se ha convertido en un niño que, al incorporarse al colegio, para hacerse inmune, decide probar todo tipo de virus y bacterias, dos días sí y uno también. Esta nueva situación, te coloca en la difícil aventura de improvisar. El día que amanece, con unas extrañas manchitas rojas, que se extienden por todo el cuerpo ¡varicela! hay que tirar rápidamente de recursos e imaginación:  Mari, que se encarga habitualmente de cubrir estas emergencias, no ha pasado la enfermedad y teme el contagio. Con la abuela, demasiado mayor para el envite, tampoco podemos contar. Agotadas todas las posibilidades, decido llevarlo conmigo al despacho: no tiene fiebre y la pediatra ha dado el visto bueno. Estamos de suerte, Andrea, mi pasante, adora estas situaciones y mi hijo disfruta de su devota atención, mientras que acudo a una reunión importante, a la que debía asistir fresca, y llena de energías renovadas…

Aprendí a delegar, a supervisar, en definitiva, a rentabilizar el trabajo y acomodarlo a los tiempos disponibles. Mi pequeño, siempre imprevisible e infatigable en su actividad diaria, se rendía en horas vespertinas al sueño profundo, lo que suponía una inmensa fortuna, pues podía contar con unas horas de trabajo adicionales, para cerrar la jornada, acabar la apelación, ultimar aquel contrato imprevisto, en fin, para compensar las ausencias.

Deberes, actividades extraescolares, teléfonos desviados, fiestas de cumpleaños, horas de plazas y parques al sol, tiempos muertos de espera aprovechados para consultar jurisprudencia en el portátil. Acontecimientos varios, que fueron jalonando mi vida a lo largo de estos años. El despacho a cuestas que se trasladaba conmigo durante las largas tardes infantiles se convirtió en una experiencia de vida. Así, día a día, apenas sin darme cuenta, he ido configurando otra forma de ejercer esta bendita profesión que me permite vivir la maternidad de manera intensa y maravillosa.

 

 

 

 

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